martes, 3 de junio de 2014

AL LLEGAR ABRIL


La primavera es una estación apacible en Washington D. C. El crudo invierno, con sus tardes breves y oscuras, su gélido amanecer y la amenaza constante de la nieve, apenas se queda en un recuerdo al llegar abril. Eso fue lo que pensé al abrir los ojos y comprobar que los primeros rayos de sol se colaban tímidamente entre los huecos de la persiana inundando la habitación de una luz discontinua. Apenas había conseguido pegar ojo. Aquél iba a ser el día más importante de mi existencia y la emoción me desvelaba desde hacía una semana. Pero aun así, me levanté radiante y lleno de vida. Sentía que cada paso dado, cada peldaño escalado, me conducía irremediablemente a ese día.

Yo había llegado a la ciudad, con el bagaje de una carrera científica consolidada bajo el brazo, hacía casi dos años. Después de hacer la tesis en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, sendas estancias postdoctorales en Nueva York y Berlín, y doce años como profesor titular en la Universidad Autónoma de Madrid, sentía que el destino me conducía a donde ahora me hallaba. Y sobre todo lo pensaba en un día como aquél. Mientras caminaba en dirección al laboratorio quise acordarme de los que, de una u otra forma, me habían acompañado en el viaje. De todos aquellos que van dejando cicatrices en la memoria con el peso de su amistad o la sombra de su presencia viva, pero sobre todo me acordaba de él. No podía dejar de pensar en el día en el que entró de manera casi furtiva en el laboratorio, con su aspecto de anciano decrépito, bigote infinito y ridículo, maneras de actor de serie b y acento rancio con el que alargaba las consonantes.

            –Estoy buscando a Don Severo –dijo tan lacónico como estridente, haciendo énfasis en la ese del nombre y abriendo exageradamente los ojos.

Yo no podía creerme que lo tuviera delante de mí y no fui capaz de decir absolutamente nada. Enmudecí. Casi podría decir que me transformé en materia inanimada. Y debió de ser tan evidente que aquel hombre me concedió todo el tiempo que necesité.

            –¿Es usted Dalí? –acerté a decir al cabo de un tiempo.

            –En efecto, jovencito –replicó mientras daba un leve golpecito en el suelo con la goma del bastón que sujetaba en su mano arrugada y cubierta de venas muy azules. –¿Sería usted capaz de decirme dónde está el bueno de Don Severo? –continuó, después.

Yo le indiqué el camino y lo observé mientras recorría con un caminar pausado y torpe el pasillo que separaba el laboratorio de Biología Molecular del despacho del director. Apenas quedaba nadie en el edificio. Quizá yo tampoco hubiera estado allí si no fuera porque tenía que terminar una electroforesis de ARN. Pero sabía que Severo Ochoa se encontraba en su despacho. A pesar de su avanzada edad –ya había cumplido los setenta y cinco años–, seguía siendo el primero en llegar y el último en irse, y pude comprobar que la luz del despacho asomaba con modestia por debajo del hueco de la puerta.

Durante la media hora siguiente fui consciente de su conversación desenfadada que me llegaba como el rumor en la noche del mar ligeramente rizado. No era capaz de entender de qué hablaban, pero su tono era cordial. Imaginé que la charla animada entre aquellos dos septuagenarios se fraguaba en una amistad de años, confidencias, secretos y reproches inocuos.

Salvador Dalí y Severo Ochoa se conocieron en la Residencia de Estudiantes de Madrid, un lugar que se iba a convertir en la institución cultural más importante de la España republicana y en la que compartieron espacio con personajes de la talla intelectual de Federico García Lorca o Luís Buñuel. Desde el principio Dalí se había acercado al estudiante de medicina, y futuro Premio Nobel, al que abordaba con cuestiones en las que mezclaba ciencia y religión, siempre dispuesto a encender la mecha de una discusión que el bueno de Severo Ochoa rechazaba por norma. Su relación fue cordial y a veces animada. Pero nunca se encontró a uno entre los grandes amigos del otro. A pesar de eso, desde que el científico había decidido compaginar sus estancias en Madrid para seguir de cerca el desarrollo del centro de biología molecular que llevaba su nombre con su vida en Nueva York, todo el mundo decía que la relación entre ellos había ganado vigor.

En un momento dado noté que la puerta del despacho se abría y que el doctor Ochoa cedía el paso a su amigo, que se incorporaba al pasillo. Al llegar a donde yo me encontraba, ambos se detuvieron.

            –Javier, te quiero presentar a alguien –me dijo con su tono rotundo y calmado–. Dice que quizá ha sido un poco descortés contigo al llegar.

            –Qué va… –le excusé yo–. Si acaso, he sido yo el que no he sabido comportarme. Pero es que no me esperaba…

Dalí observaba la escena en un segundo plano, como si no fuera con él la conversación.

            –No te preocupes –me interrumpió Severo Ochoa–. Te puedo asegurar que es algo que le pasa a menudo.

Su voz y su gesto me resultaron informales, pero su amigo no debió de entenderlo igual y seguía ajeno al diálogo entre nosotros. Su porte resultaba elegante del mismo modo que lo resulta el de un animal salvaje. La forma de su mentón era angulosa a pesar de la edad, y su frente era ancha y cosida de surcos. Tenía las cejas pobladas y mal arregladas, y su mirada llegaba a intimidar. Era más delgado de lo que hubiera imaginado, olía a perfume caro y denso, y su ropa, si bien no parecía bien coordinada, sí que daba la impresión de ser cara.

            –Dalí es un apasionado de la ciencia –dijo después el profesor.

El otro, al fin, decidió intervenir:

            –Sólo de la ciencia bien hecha… Y de la que tiene que ver con la física cuántica, la fisión y la fusión nuclear y el ADN.

Severo Ochoa decidió no añadir ni un solo gesto a la frase de su amigo.

            –Cuando Watson y Crick descubriendo la estructura en forma de doble hélice de la molécula de la vida –continuó–, entendí que todo tenía sentido.

            –No empieces… –le replicó después.

Tuve la impresión, por el tono en el que habló, de que aquél era el episodio enésimo de una conversación infinita.

            ­–Salvador cree que la forma del ADN explica por sí sola la existencia de Dios.

            –Si me permite que le contradiga… –medié yo.

            –Por supuesto que no se lo permito –dijo él con tono grandilocuente sin dejarme terminar la frase.

            –No te esfuerces, Javier –terció el profesor–; ya le he dicho mil veces que si el ADN tratara de explicar algo, lo haría para precisar lo contrario. Ya no es necesaria la presencia de ningún Dios que explique el origen de la vida.

            –¡Tonterías! –exclamó Dalí, alzando un poco el tono de su voz y volviendo a exagerar el gesto abriendo mucho los ojos y echando la cabeza levemente hacia atrás.

El pintor mostraba siempre que tenía ocasión la pasión que sentía por la ciencia. Y esta pasión llegó incluso a plasmarla en varias de sus creaciones. Así, cuadros como el Paisaje de mariposas, Galacidalacidesoxyribonucleicacid o Árabes acidodesoxirribonucleicos lo ponen de manifiesto, al igual que sus dibujos en homenaje a Watson y Crick o al 70 cumpleaños de su amigo, y en ese momento mi jefe, Severo Ochoa.

Luego, justo antes de irse, Dalí me dijo algo que siempre he tenido presente y que se repetía en mi cabeza aquella mañana en Whashington, de camino al laboratorio:

            –Algún día los científicos seréis capaces de leer y de interpretar todas las letras contenidas en nuestro ADN, y entonces nos encontraremos mucho más cerca de entender el mensaje de Dios.

Nunca consideré las connotaciones teológicas de aquella frase, pero la posibilidad de leer e interpretar el material genético, es decir, de secuenciar y dar luz a la estructura primaria de nuestro ADN, se convirtió en un objetivo prioritario para mí. Por eso seguí el proyecto Genoma Humano desde sus inicios, en el año 1990, y por eso en cuanto tuve la oportunidad de unirme al grupo de Francis Collins en el instituto nacional de investigación genómica humana (NHGRI, de sus siglas en inglés) no lo dudé y pedí una excedencia en la universidad.

Y por fin había llegado el día para el que me había estado preparando. Habían pasado cincuenta años desde que Watson y Crick publicaran la primera estructura del ADN, y a nadie se le escapaba que lo redondo del aniversario no podía ser una coincidencia. Estaba previsto que el proyecto Genoma Humano arrojara los primeros datos definitivos varios años más tarde, pero aquella mañana de abril, el director del grupo en el que entonces trabajaba, Francis Collins, anunciaba que teníamos “la primera edición del libro de la vida”. Dos años después de que el primer borrador oficial del genoma humano fuera presentado por Collins –acompañado aquella vez del presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, el primer ministro británico, Tony Blair, y de Craig Venter, el responsable de la empresa privada Celera–, éste se había dilucidado por completo.

Fue durante la primera mitad del siglo XX cuando se estableció que el ADN constituía el material genético donde se encuentra la información necesaria para generar todas las estructuras que dan lugar a cada organismo y que, además, tenía carácter hereditario. Este ADN sabemos que está formado por la sucesión de cuatro unidades estructurales llamadas nucleótidos, que son moléculas orgánicas constituidas por la unión de un monosacárido llamado desoxirribosa, una base nitrogenada –adenina, guanina, timina o citosina- y un grupo fosfato. En el interior de la célula humana –así como de cualquier organismo eucariota–, el ADN se halla altamente compactado, en un subespacio llamado núcleo, dando lugar a los cromosomas, de los cuales tenemos 23 parejas. En los seres humanos, como en la totalidad de los seres vivos, el ADN no existe como una molécula individual, sino que se organiza como una doble hebra –en la que los nucleótidos de una cadena se aparean con los nucleótidos de la otra de modo que cada adenina siempre va a ir unida a una timina y cada citosina a una guanina– que se enrosca sobre sí misma formando una especie de escalera de caracol. Ahora, en pleno siglo XXI, desde la publicación del primer borrador, se sabe también que el genoma humano está formado por un total de unos 3200 millones de pares de nucleótidos.
Una vez conocida la secuencia completa de nuestro ADN, el paso siguiente era identificar, de entre toda esa sucesión de nucleótidos, qué fragmentos daban lugar a los genes. La importancia de esta identificación radica en que el gen contiene la información necesaria para la síntesis de determinadas macromoléculas con función celular específica (proteínas, ARN mensajero, etc.). Las primeras investigaciones apuntaban a un número aproximado de 90000 genes para la especie humana, pero en la actualidad, esa cifra inicial se ha visto radicalmente reducida hasta un número mucho más próximo a la realidad y que lo sitúa en unos 20500.
Otro hecho que sorprendió en cierta medida a la comunidad científica fue la gran cantidad de ADN intergénico que tradicionalmente había sido llamado ADN basura por no conocerse de forma precisa su función. Aún hoy esta función no está aclarada del todo, pero lo que sí es cierto es que el término “basura” no es el más indicado para este ADN, que supone hasta el 90% del genoma y que parece jugar un papel determinante en la regulación de la expresión de los genes.
 
Desde aquel encuentro con Salvador Dalí en el CBM no he dejado de darles vueltas a su predicción en cuanto a la capacidad de la ciencia de leer e interpretar el ADN. Hoy en día, con las técnicas modernas de secuenciación masiva, la cantidad de datos genéticos que se puede obtener en un laboratorio es tan alto que desborda a nuestra capacidad de análisis. Nuestro conocimiento sobre el ADN ha crecido de manera exponencial a la luz de los múltiples proyectos internacionales abiertos en esta línea. Pero la posibilidad de que este conocimiento dé respuesta a todo lo humano y lo divino, como auguraba el genial pintor, cada vez se ve más lejos. Como en el diálogo socrático con la pitonisa del oráculo de Delfos, la absoluta certeza no hace sino alejarse. Las aplicaciones de todo el saber devenido del estudio del ADN no han sido tan inmediatas como pudieran pensarse hace una década. Pero las posibilidades y las perspectivas que se suceden ante nuestra mirada hacen creer en un mundo mejor.
La primavera es una estación apacible en Washington D. C. Pensaba en ello de camino al laboratorio y quise acordarme de los que me habían acompañado en el viaje.

No hay comentarios: