lunes, 30 de junio de 2008

El Cabo de Gata


Una estrecha carretera casi sin curvas comunicaba el pueblo con las salinas y discurría, paralela a la costa, limitando la zona de la playa, casi virgen, y separándola de la estepa litoral donde se elevaban espinares de cornical y bosquetes de palmito, que compartían el suelo con agrupaciones de esparto, romero y tomillo que se dividían el terreno en comunidades inmiscibles.

-Pues ya hemos llegado –dijo Carmen mientras el autocar paraba en una especie de apartadero de la carretera que sobresalía de ésta como un apéndice artificial-. Espero que resuelvas pronto esos asuntillos de los que hablas y puedas disfrutar del cabo.


La Clave de Prometeo (Ed. Grafema, 2005)

miércoles, 25 de junio de 2008

CIENCIA Y RELIGIÓN, LA HISTORIA DE UNA TREGUA

La ciencia y la religión parecen moverse en un conflicto continuo desde casi el nacimiento de ambas. La sensación de que existe una oposición entre ellas es real, pero si bien podemos encontrar demasiados puntos que parecen alejar a cada una de la otra, no es menos cierto que a lo largo de la historia ha habido algunos momentos en los que se han conseguido limar diferencias.
Tradicionalmente, han sido sus protagonistas los que se han encargado de echar más leña al fuego de esta tormentosa relación. Y es que muchos científicos se han encargado de usar la ciencia como un arma arrojadiza contra la religión, como es el caso del estadounidense Richard Dawkins –autor del libro de divulgación científica “El gen egoísta”-, que ha llegado a decir que la religión es un factor negativo en la vida humana y la ha calificado como virus de la mente, mientras que, del otro lado, no son pocos los estamentos eclesiásticos que han derramado su más virulento discurso contra los avances de la ciencia.
En la actualidad, la gran mayoría de la sociedad entiende la religión como una opción personal sin autoridad para cuestionar la autonomía de la ciencia, a la vez que no trata de utilizar teorías científicas para dar explicación a determinadas afirmaciones bíblicas tomadas de forma literal como la creación del Universo en siete días. Además, a lo largo de la historia han existido honrosas excepciones entre científicos y autoridades de la Iglesia que nos hacen mantener cierto optimismo de cara al futuro de la relación. Uno de estos ejemplos lo encontramos en el conocido como “padre de la genética”. Se trata de Mendel, un monje agustiniano que, gracias al trabajo que desarrolló con diferentes variedades de guisantes en el siglo XIX, estableció las leyes que determinan la base de la herencia genética. Ya en el siglo XX, científicos tan importantes como Max Plank, que elaboró la teoría cuántica, o Albert Einstein, posiblemente el científico más popular de nuestro pasado reciente, han intentado conciliar sus creencias religiosas y la existencia de un Dios Omnisciente y Creador, con los avances a los que sus respectivas investigaciones científicas iban dando lugar. De Einstein incluso afirman que llegó a formular la siguiente frase: la ciencia sin la religión está coja, mientras que la religión sin la ciencia está ciega.
Pero si existe un caso que resulta paradigmático, ese es el del sacerdote católico y astrofísico belga Georges Henri Lemaître. Este cura, doctor en física en 1920 y ordenado sacerdote en 1923, resolvió las ecuaciones que Einstein planteaba en su teoría de la relatividad sobre el Universo. Gracias a este hecho, Lemaître pudo confirmar que éste se está expandiendo, idea que le llevó a proponer la teoría del “átomo primigenio” o “huevo cósmico”, según la cual el Universo se originó en una explosión que hoy conocemos como “Big Ban”. Para esta teoría, el Universo es algo dinámico y, por lo tanto, diferente en el presente a como lo fue en el pasado y como lo será en el futuro. Además el modelo de Big Bang le asigna una edad finita que el padre Lamaître estimó entre diez y veinte mil millones de años.
En base a evidencias observacionales todo hacía pensar que el Universo se encontraba en una continua expansión que daba lugar al alejamiento de las galaxias. Este alejamiento se traduce en lo que en astronomía se conoce como “corrimiento al rojo”, que es un fenómeno físico que ocurre cuando aumenta la longitud de onda de la luz emitida desde una galaxia. Este aumento en la longitud de onda es proporcional al descenso en la frecuencia de estas radiaciones, y la correcta interpretación de este hecho fue lo que llevó a Lamaître a elaborar su teoría.
En paralelo a ésta surgió una segunda teoría que proponía que, mientras las galaxias se alejan entre sí, se está generando nueva materia. Durante varias décadas hubo tantos científicos que apoyaron una teoría como otra, pero el descubrimiento de la llamada “radiación de fondo”, en 1965, vino a confirmar que, tal y como postulaba Lamaître, el Universo evolucionó a partir de un estado de muy alta densidad y temperatura como es el “átomo primigenio”.
Hoy en día, la teoría del Big Bang, esa gran explosión que dio origen a todo, es asumida por la totalidad de los científicos y la cultura popular. Incluso el papa Pío XII llegó a alabar la trascendencia de este postulado. Y es que parece cierto que ciencia y religión están condenadas a entenderse. Lamaître, en una entrevista concedida al New York Times, ya lo decía: “Estoy convencido de que ciencia y religión son dos caminos diferentes y complementarios que convergen en la verdad”.

martes, 17 de junio de 2008

EL DESIERTO DE TABERNAS


La rambla, que surcaba el espacio a su derecha, se abría entre el paisaje telúrico y abrasador como una brecha en mitad del desierto. Los taludes verticales, como orillas que mostraban un perfil infinito a la rambla, conformaban una serie de barrancos abruptos que conferían una majestuosidad sin igual a aquel entorno. La carretera, con su alfombra de alquitrán, era una mancha triste en el contexto árido del desierto que parecía ignorar la presencia alguna de vida.

La Clave de Prometeo (Ed. Grafema, 2005)

miércoles, 11 de junio de 2008

LA VACUNA Y EL MÉTODO CIENTÍFICO

En la actualidad, la viruela se encuentra totalmente erradicada. De hecho, el último caso registrado en el mundo de esta enfermedad se dio en Somalia hace más de treinta años. Y dado que no existe riesgo de contraer la enfermedad, ni siquiera resulta necesario un programa preventivo de vacunación. Pero hasta no hace mucho tiempo, hablando en términos relativos, la viruela fue una enfermedad letal cuya tasa de mortalidad llegó a ser de hasta un treinta por ciento de los pacientes infectados. Su origen podríamos encontrarlo en la India o en Egipto hace unos 3000 años, y desde entonces sucesivas epidemias han devastado poblaciones enteras.
Ya a mediados del siglo XVIII se sabía que las mujeres que ordeñaban vacas, si habían sido infectadas con la viruela que afectaba a sus animales –viruela vacuna, que causaba ampollas en sus ubres- eran capaces de evitar la infección del virus que atacaba a los humanos. La observación de este hecho fue lo que llevó al médico inglés Edward Jenner, en 1796, a infectar a un niño con la pus extraída de una mujer que había contraído la viruela vacuna. Varios días después puso en contacto a aquel niño con el virus de la enfermedad humana, que por entonces se había convertido en una auténtica plaga en Europa, para comprobar que se había vuelto inmune a la viruela.
En ese momento el término “vacuna” no era aún utilizado como tal y ni siquiera el propio Jenner conocía el mecanismo que había dado lugar a la inmunidad del niño. Pero lo que es cierto, y éste es un mérito que nadie duda en otorgar al médico británico, es que fue el primero en aplicar la observación y experimentación –el Método Científico, en definitiva- a la prevención de una enfermedad infecciosa. No sería hasta varias décadas después que la palabra “vacuna” comenzaría a popularizarse a raíz de las investigaciones del científico francés Pasteur –el mismo que inventó la pasterización como proceso para eliminar los agentes patógenos de determinados alimentos líquidos mediante calentamiento-. Desde entonces, se han utilizado varias decenas de vacunas en el tratamiento de enfermedades infecciosas producidas por virus o bacterias.
Cuando un individuo es vacunado, lo que realmente estamos haciendo es facilitar que su sistema inmune aprenda a defenderse contra un enemigo potencial. Y esto es así ya que una vacuna, no es, ni más ni menos, que un preparado que contiene, o bien el agente patógeno –virus o bacteria- que produce la enfermedad, o bien los componentes tóxicos inactivados procedentes de estos microorganismos.
En la actualidad existen cuatro tipos de vacunas en función de su composición. Las primeras son las vivas atenuadas, como la del sarampión o la varicela, en las que el microorganismo en cuestión se encuentra mutado encontrándose muy mermada su virulencia. Las segundas son las muertas o inactivadas, como la de la rabia o la de la gripe, en las que el agente patógeno ha sido tratado con medios físicos como el calor o químicos como el formol. El tercer tipo de vacunas se conoce como toxoides, y a éste pertenece la del tétanos o la de la difteria, que se caracterizan por contener sólo las toxinas, y no el microorganismo completo, que produce la enfermedad. Y las últimas son las subunitarias, que sólo contienen un fragmento del microorganismo suficiente para disparar el proceso inmune. Un ejemplo de vacuna subunitaria lo encontramos en la hepatitis B, en la que se utiliza sólo las proteínas de la superficie del virus. Este último tipo de vacunas es de muy reciente uso y en su elaboración ha sido fundamental el desarrollo de técnicas de ingeniería genética.
En cualquier caso, cuando un individuo es vacunado su sistema inmune va a ser capaz de generar unas moléculas llamadas anticuerpos que reconocerán específicamente una parte del agente infeccioso llamada antígeno. Una de las características más importantes del sistema inmune es la memoria. Así, cuando un agente patógeno trate de infectar a un individuo que previamente haya sido vacunado, el sistema inmune será capaz de reconocer a aquellos antígenos contra los que aprendió a defenderse y pondrá en marcha toda su maquinaria de modo que los diferentes elementos que lo conforman –linfocitos B, linfocitos T, complemento, fagocitos…- estarán listos para evitar la enfermedad.
Jenner tuvo que luchar contra la incredulidad de los científicos de su época y contra la superstición y la ignorancia. Por suerte, el reconocimiento le llegó a tiempo y hoy es considerado uno de los científicos más destacados de la historia. Su capacidad de observación, su talento en la deducción y una experimentación acertada fueron su verdadero valor. Su constancia y su confianza en el método, su garantía.